Valeriano Weyler y Nicolau y la Guerra de Cuba


Era el 10 de febrero de 1896 y una muchedumbre recibía con entusiasmo en La Habana al general Valeriano Weyler. No era para menos. Los rebeldes cubanos habían avanzado hasta las mismas puertas de la capital y el general se antojaba como la única posibilidad para recuperar la estabilidad. Su antecesor en el cargo, el general Arsenio Martínez Campos, había presentado su dimisión al presidente Cánovas, incapaz de solucionar la situación: “Mi fracaso no puede ser mayor. Enemigo me ha roto todas las líneas, columnas quedan atrasadas. Comunicaciones cortadas. No hay fuerzas entre enemigo y La Habana”, había escrito en un telegrama seis meses atrás al presidente del Parlamento, tras la derrota sufrida en Coliseo dentro de la batalla de Mal Tiempo.

Los rebeldes le habían ganado la partida a Martínez Campos, al haber sido capaces de actuar sin ningún escrúpulo dentro de lo que ellos calificaron la guerra total y que incluía la quema de cuanta cosecha, tierra o vivienda hallaban en su paso, sin importar si pertenecían a cubanos o a españoles. Los animales eran robados o sacrificados, los hombres reclutados en sus filas o asesinados si oponían resistencia y las mujeres y los niños abandonados a su suerte. Todo para despojar a los cubanos de cualquier propiedad y obligarles a luchar junto a ellos y no buscar el amparo de los soldados españoles.

Desde el comienzo de las hostilidades, el 24 de febrero de 1895, Martínez Campos se había negado a seguir el juego a los rebeldes influidos por las doctrinas de José Martí y Máximo Gómez. No deseaba aportar más horror al vivido. Sabía que para vencer debía ser igual o más cruel que los rebeldes con la población local, pero su conciencia se lo impedía. Por eso telegrafió a Cánovas anunciando su dimisión y, también por eso, recomendó el nombre de Valeriano Weyler para sustituirle. Un hombre duro para una situación extrema. Durante seis meses Cánovas meditó si aceptar o no la renuncia, quizá temiendo que, con Weyler, la isla se convirtiese en un auténtico infierno. Pero al final lo llamó.

La carrera de este general, nacido en la isla de Mallorca el 17 de septiembre de 1838 estaba plagada de distinciones. Antiguo gobernador de Canarias y Filipinas, ya era teniente segundo cuando terminó su instrucción en la academia de Toledo y capitán al finalizar sus estudios en la Escuela de Estado Mayor, donde fue el primero de su promoción. Su escasa estatura, 1,52 metros, no le granjeó ningún complejo. Sus compañeros de clase en Toledo le llamaban “Escipión”, en honor a la legendaria potencia física que desplegó el romano en su victoria sobre Aníbal dentro de la Segunda Guerra Púnica. Weyler era un tradicionalista a ultranza y creía fervientemente en el Ejército como aglutinador de la conciencia nacional española.

En 1863 había ganado la lotería nacional, pudo haberse retirado, sin embargo, acató su destino a la Republicana Dominicana para sofocar la revuelta que había estallado. Lo hizo recién repuesto de una fiebre amarilla que casi acabó con su vida, pero que también le dejó inmunizado de por vida. Cuando regresó a España en 1868 había logrado varias condecoraciones al valor militar, incluida la Cruz de San Fernando, la más alta distinción otorgada por el Ejército. Un año más tarde fue enviado a Cuba como jefe del Estado Mayor bajo el mando del general Blas Villate. Acababa de estallar la guerra de los Diez Años y su presencia en la isla se antojaba más que necesaria.

Pero no todo son bondades en su carrera. Fue precisamente en Cuba donde comenzó a granjearse su fama de soldado brutal. Sucedió que Blas Villate le ordenó organizar una columna de voluntarios y Weyler lo hizo en un tiempo récord, reclutando a los fanáticos proespañoles de La Habana. Bajo el nombre de los Cazadores de Valmaseda, estos hombres se convirtieron en una unidad muy temida, debido a la intensa campaña contraguerrillera que desempeñaron y en la que no se respetaba ninguna doctrina ni ley militar internacional o nacional. A medida que avanzaba en sus objetivos, Weyler iba creando nuevas reglas amoldándose a la situación. La más polémica de todas, ordenar a los lugareños abandonar las zonas en conflicto. Si no lo hacían dejaban de ser considerados civiles, quedando a merced de sus “cazadores”. La misma táctica que un siglo después desplegarían los norteamericanos en Vietnam bajo el nombre de “zonas de fuego libre”. Y es que esta guerra tuvo muchos paralelismos con la cubana, resaltando el apodo que tanto españoles como norteamericanos dieron a la selva, “el infierno verde”.

A su regreso a España Weyler participó en la lucha contra los carlistas de Valencia y de Cataluña, donde también se le acusó de destruir propiedades y matar a los no combatientes a sangre fría, actitud que provocó su destitución el 6 de agosto de 1875 por orden del rey Alfonso XII. Pero Weyler era una de esas personas que nadie quería cerca en los momentos de paz, pero imprescindible en los de guerra, y en 1876 se le restituye en su cargo.

Ahora bien, ¿qué credibilidad debe otorgársele a estas acusaciones? ¿Realmente fue un hombre tan cruel como la Historia nos ha dejado constatado? Varios factores indican que sí, que lo fue. No sólo los registros documentales existentes así lo prueban, también las propias declaraciones del general. En cierta ocasión, un periodista le preguntó en Cuba si era cierto que sus hombres volvían de las misiones trayendo agarradas las cabezas de sus adversarios y esta fue su respuesta: “¿Qué cree usted que es la guerra? En la guerra los hombres no tienen más que una consigna: matar”.

Janire Rámila, dijo de él: “Vilipendiado por la prensa internacional, odiado por los rebeldes cubanos, incomprendido por aquellos a quienes pretendía salvar. La actuación del general Valeriano Weyler en Cuba pasa como uno de los episodios más oscuros del Ejército español, sin embargo, ni todo es tan negro como retrataron sus opositores, ni tan inocente como esgrimieron los defensores del viejo general”.

Desde marzo de 1901 hasta diciembre de 1902, fue ministro de la Guerra en el gobierno presidido por Práxedes Mateo Sagasta, función que volvió a ejercer desde junio hasta diciembre de 1905 en el gobierno de Eugenio Montero Ríos y entre diciembre del año siguiente y enero de 1907. Ministro de Guerra en tres ocasiones, simultaneado en una de ellas con el Ministerio de Marina, fue senador vitalicio por designación real. En 1925 dimitió como jefe del Estado Mayor por su oposición a la dictadura de Miguel Primo de Rivera, interviniendo en la llamada Sanjuanada contra el dictador, que lo detuvo pero no se atrevió a encarcelarlo, aunque lo condenó al ostracismo e hizo que desapareciese su nombre de las calles y plazas que le había otorgado tal distinción.

Valeriano Weyler falleció el Madrid, 20 de octubre de 1930.





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