María Josefa Amalia de Sajonia, tercera esposa de Fernando VII


    Cuando en 1818 Fernando VII se quedó viudo de su segunda esposa, María Isabel de Braganza, era un hombre de treinta y nueve años sin descendencia. Era necesario encontrarle una nueva esposa, que pudiera asegurar la descendencia. La escogida fue una joven de dieciséis años que había vivido su corta existencia tras los muros de un convento, quien vivió con auténtico pavor sus obligaciones conyugales, hasta el punto de que fue el propio Papa Pío VII quien tuvo que convencer a la reina que no era pecado mortal, como ella creía, mantener relaciones con su esposo.

    María Josefa Amalia de Sajonia había nacido el 7 de diciembre de 1803 en Dresde, ciudad que formaba entonces parte del Sacro Imperio Romano Germánico. A los pocos meses de llegar al mundo, su madre, la princesa Carolina de Borbón-Parma falleció y su esposo el príncipe Maximiliano de Sajonia decidió enviarla a un convento junto al río Elba. Tras esos muros vivió, creció y se educó María Josefa hasta que cumplió los quince años y fue elegida por Fernando VII, primo de su difunta madre y veinte años mayor que ella, para ser su esposa.



    El 20 octubre 1819, contraía matrimonio con el rey. La noche de bodas fue un auténtico desastre. La pobre muchacha, que había crecido rodeada de monjas, nada sabía de las relaciones entre un hombre y una mujer y ante el horror que sintió al ver a su esposo acercarse se orinó en el lecho provocando la ira de un hombre más que experimentado en los hechos de alcoba gracias a sus continuas juergas nocturnas. Ante aquella primera experiencia, la reina se negó a volver a acostarse con su marido creyendo profundamente que lo que intentaba hacer con ella era absolutamente pecaminoso. La situación empezaba a tornarse grotesca, con la reina invitando constantemente a su marido a rezar el rosario y otras largas letanías, para evitar caer en la tentación carnal. Así que el asunto fue expuesto en Roma, ante el mismísimo papa quien tuvo que dirigir una misiva a María Josefa asegurándole que lo que debía hacer con su marido estaba “bendecido por la Santa Madre Iglesia”.

    La vida de María Josefa en la corte, mientras España se sumía en una profunda crisis institucional, se basaba en realizar obras de beneficencia, rezar y escribir poesía. Poco dada a los actos festivos, intentaba evitar en la medida de lo posible cualquier celebración oficial.

    Nunca se acostumbró a yacer con su marido, y los escasos momentos de intimidad nunca dieron sus frutos. El 18 de mayo de 1829, con tan sólo veinticinco años, la reina sufría unas fiebres que terminarían con su vida en pocos días. El rey quedaba de nuevo viudo y sin descendencia.



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